Con la caída de los estrógenos, se reconfigura el sistema endocrino femenino, afectando no solo el ciclo menstrual, sino también el metabolismo, el sueño, el estado de ánimo y, por supuesto, el apetito. Este conjunto de cambios puede hacer que se experimente más hambre o más fatiga, a veces indistinguibles entre sí.
Estudios del European Journal of Clinical Nutrition han mostrado que las mujeres en perimenopausia presentan un aumento significativo en la sensación de hambre y en el deseo de comer, incluso en ausencia de una necesidad energética real. Además, reportan menor sensación de saciedad, lo que puede llevar a comer más sin sentirse realmente satisfecha.
La caída del estradiol —el principal estrógeno ovárico— elimina un freno natural al apetito. A esto se suma una menor producción de leptina, la hormona que comunica al cerebro que estamos llenas, y un aumento de la ghrelina, la hormona que activa el hambre. Esta combinación hormonal crea un entorno propenso al aumento del apetito, a los antojos frecuentes y a la dificultad para detenerse al comer.
Por si fuera poco, el estrés propio de esta etapa —sea por cambios vitales, laborales o familiares— contribuye a elevar los niveles de cortisol, una hormona que no solo activa la alerta, sino que también estimula el apetito, especialmente por alimentos calóricos.
El círculo se completa cuando el sueño se ve alterado, otro síntoma muy común en la menopausia. Dormir mal reduce la leptina, eleva la ghrelina y predispone a una mayor ingesta calórica al día siguiente. La fatiga no solo merma la energía: confunde la señal de hambre y nos hace buscar azúcar como vía rápida de "reactivación".